El estar libre de resentimiento, el conocer con claridad el resentimiento, — Quien sabe hasta qué punto le debo esto también a mi larga enfermedad! — El problema no es precisamente simple: es necesario haberlo vivido a la fuerza y en la debilidad. Si se puede argumentar con validez contra la debilidad y la enfermedad, se puede decir que lesionan el verdadero instinto de curación, es decir, el instinto de la defensa y del ataque. Uno no sabe desembarazarse de nada, liquidar ningún asunto ni rechazar nada: todo hiere. Personas y cosas nos molestan muy de cerca, los acontecimientos llegan muy hondo, el recuerdo es una llaga purulenta. La enfermedad misma es una especie de resentimiento. Para combatir esto, el enfermo solo puede recurrir al único gran remedio que yo llamo el fatalismo ruso, aquel fatalismo sin rebelión que hace que un soldado ruso a quien la campaña le resulta demasiado dura termine por echarse a la nieve. No aceptar ya absolutamente nada, no tomar nada, no absorber nada: no tener ya ninguna reacción en absoluto. La gran sabiduría de este fatalismo, que no siempre consiste solo en tener suficiente coraje para morir, sino también en el arte de preservar la vida en las circunstancias más peligrosas para esta, consiste en reducir los intercambios del cuerpo, en lentificarlos, en inducirles una especie de letargo invernal. Unos cuantos pasos más en esta lógica, y se obtendrá un faquir, que durante semanas duerme en una tumba... Y para evitar consumirnos demasiado rápido si llegásemos a reaccionar, será necesario ya no reaccionar, y esta es la lógica misma. Con ningún fuego se consume una más velozmente que con los del resentimiento. Para aquellas personas extenuadas, el enojo, la susceptibilidad enfermiza, la impotencia para vengarse, la vehemencia y la sed de venganza, tanto como la mezcla de venenos en cualquier sentido, sin dudas constituyen la forma más perjudicial de reaccionar, ella produce un pronto desgaste de la energía nerviosa, y un recrudecimiento mórbido de secreciones nocivas de bilis en el estómago. El resentimiento debe ser en sí mismo lo prohibido para el enfermo — pues es la enfermedad en sí misma, y por desgracia, también la tendencia más natural. Esto lo comprendió aquel gran filósofo que fue Buda. Su "religión", a la que sería mejor llamar higiene, para no confundirla con casos tan deplorables como el cristianismo, hacía depender su eficacia de la victoria sobre el resentimiento: liberar el alma del resentimiento es el primer paso para la curación. "No es la enemistad, sino la amistad, lo que pone fin a la enemistad"; esto es la primera lección del Buda, no es el lenguaje de la moral, es el lenguaje de la fisiología. El resentimiento, nacido de la debilidad, a nadie le resulta más nocivo que al débil mismo; en otro caso, cuando se trata de una naturaleza rica, constituye aquel un resentimiento superfluo, y se constata su riqueza dominándolo. Y quien conoce los sentimientos de venganza y de rencor, como asimismo contra la doctrina del "libre albedrío", — la lucha contra el cristianismo no es sino un episodio particular de ello —, le será fácil entender por qué yo doy a conocer precisamente aquí mi comportamiento personal, la seguridad de mis instintos en la práctica.
En los periodos de decadencia me prohibí aquellos sentimientos nocivos; cuando la vida volvió con suficiente abundancia, rica y orgullosa, me los volví a negar, pero esta vez por ser inferiores a mí. Aquel "fatalismo ruso" del que antes he hablado ha intervenido en mí para obligarme durante años a aferrarme tenazmente a situaciones, lugares, viviendas, y compañías casi insoportables, y una vez que me habían sido dados por el azar; mejor que cambiarlos era sentir que se los podía modificar en lugar de rebelarse contra ellos... que me perturbara ese fatalismo, que me arrancaba con violencia del sueño; en verdad había allí siempre un peligro de muerte. Aceptarse a sí mismo como un fatum, no quererse "diferente", — en tal caso es lo que constituye la gran razón misma.